27 nov 2016

El paisaje urbano de Buenos Aires


El arquitecto José Guillermo Torres Arroyo nació en Mendoza, estudió arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, donde luego fue profesor de Diseño y de Historia de la Arquitectura. Comenzamos a continuación la publicación de este libro inédito, que consideramos un maravilloso aporte a nuestro blog. Nuestro agradecimiento más sentido a la generosidad del autor.
EL PAISAJE URBANO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES



José Guillermo Torres Arroyo



A MANERA DE JUSTIFICACIÓN



Este nuevo trabajo, escrito tras varios anteriores específicos sobre el paisaje, es el resultado de una convicción que fue creciendo a medida de que observé que el tradicional paisaje, principalmente obra de la naturaleza, va siendo invadido y reemplazado por otra categoría: el paisaje antrópico en su subcategoría urbana, y en muchos casos, simplemente está contaminado y destruido.

Las ciudades, como la Buenos Aires en que vivimos, y en las que vive un porcentaje creciente de seres humanos en el planeta, son un entorno cada vez más dominante en nuestra vida.

Con una formación inicial como arquitecto y años en esa profesión, llegué, por esas vueltas de la vida, a encontrarme con lo que realmente deseaba y era mi vocación: la tierra, las plantas, el hombre y el paisaje.

Haciendo una interpretación de corte psicoanalítico, he dicho en otra publicación que así encontré el destino que mi apellido me había marcado o preanunciado: reunir las Torres de la arquitectura con el Arroyo de los paisajes.

Y por eso, este escrito nació porque ya no me bastó teorizar solamente sobre el paisaje, sino que la ciudad se me impuso como una entidad paisajística en la cual todos sus habitantes estamos, por así decirlo, forzosamente destinados a vivir.

Y Buenos Aires es, evidentemente, una ciudad con una historia propia y especial como paisaje urbano, nacida con un futuro casi obligado por sus condicionantes iniciales, asunto que desarrollo en la primera parte de esta obra.

Integrar ciudad y paisaje es el desafío de este trabajo, pero además he incorporado en él una atrevida visión, diferente a las usuales, que consiste en reunir la historia habitual con un enfoque físico-matemático, dado por la Teoría de las Estructuras Disipativas, o Teoría del Caos.

El resultado final de esta conjunción queda a consideración de los lectores y abierto a la discusión.

Un punto que deseo destacar es que se ha hecho costumbre en los trabajos de diverso tipo referirse siempre, o casi, a autores y publicaciones anteriores para fundar la propia, informando autor, obra, lugar y fecha de la edición, página, renglón, etc. de la cita.  Esta modalidad, sin la cual parece que un autor no es capaz de pensar por sí mismo y tener opinión fundada y criterio propio, hace recordar al antiguo criterio de autoridad (magister dixit), pero sabemos que ese es el último argumento de valor para juzgar un trabajo.

En el que a continuación se desarrolla, expreso mis juicios basados en lo leído y estudiado, en la experiencia de lo visto y realizado y en mi criterio personal, fruto de años de profesionalidad, fundando en ello mis aseveraciones.  Cuando acudo a citas, son a modo de ampliación de un tema o como información y no de autoridad.  Las cito porque a veces coinciden con mi pensamiento, y en otras por lo contrario.

En las Notas y Referencias he desarrollado más ampliamente algunos temas no incluidos en el texto principal, con el objeto de no hacer a éste demasiado extenso, porque colocar estos comentarios intercalados en el texto, haría que se pierda la ilación del discurso.

Y ahora, vamos al asunto.
José Guillermo Torres Arroyo



 

 

PRIMERA PARTE – PAISAJE Y CIUDAD



1. CONCEPTOS BÁSICOS




            Este trabajo trata del paisaje urbano de la ciudad de Buenos Aires: sus orígenes, sus características, cómo las mismas han ido evolucionando a lo largo de más de 430 años, y por último y principalmente, qué leyes, si las hay, han regido esta evolución, aplicando para ello la teoría fisicomatemática del caos.

Cada paisaje es el resultado integral de procesos físicos, ecológicos, naturales y culturales; deviene en el tiempo y también es un patrimonio, un recurso y  un indicador de cada identidad cultural.  Y hay continuamente una unidad entre ciudad y paisaje urbano.

El paisaje urbano en particular (1), es una categoría de paisaje antropizado que resulta de una combinación de elementos naturales y artificiales, en la que el componente natural (2) son los espacios verdes –parques, plazas, arbolado de alineamiento urbano y a veces también los jardines particulares–, mientras que la arquitectura y los diferentes elementos de equipamiento urbano, vial y de servicios son el componente artificial, obra del hombre.  En un escrito anterior (3) he dicho que “la arquitectura es el hard del entorno, aquello que es inmutable o casi”, mientras que “en contraposición a la arquitectura, el paisaje es... el soft del entorno”, lo que cambia, aquello que deviene constantemente, y que ambos elementos forman el entorno del ser humano y denotan su cultura.

Hoy, a estas definiciones, que ya son clásicas pero resultan incompletas, se agrega el elemento humano, porque es el hombre, el perceptor, quien convierte al neutro territorio existente en un paisaje.  Por eso, el paisajista argentino Roberto Mulieri (4) asevera que “no hay paisaje si no hay un observador que lo perciba”.

El cambio, la evolución histórica de los diversos paisajes urbanos, tiene como actor fundamental al hombre.

La historia de las ciudades, y por lo tanto de sus paisajes, demuestra que no siempre ha existido dentro de ellas el “material verde”, las plantas, como un componente importante.  Muchas ciudades antiguas, y las medievales, por ejemplo, debido a su reducida superficie y a su ceñido perímetro por razones defensivas, no tenían casi árboles dentro de sus recintos; salvo algunos pequeños huertos domésticos, los cultivos estaban fuera, cerca de las murallas, y poco más allá se encontraba el paisaje natural de la región, poco alterado o no intervenido aún por el hombre. (5)

El modelo urbano apareció durante la revolución neolítica. Una vez que las poblaciones, antes trashumantes, formaron los primeros asentamientos urbanos y se descubrió la agricultura, el excedente de producción permitió desarrollar profesiones no directamente relacionadas con la obtención de alimentos, como la artesanía, el comercio o la administración y los servicios.

Sin pretender hacer en este trabajo una historia de las ciudades y del urbanismo, se mencionan las primeras civilizaciones urbanas que surgieron hacia el 3000 aC. en diversos lugares de África y Asia: en los valles del Tigris y el Éufrates (Ur, Uruk), en el valle del Nilo (Menfis, Gizeh, Tebas, Abydos), en la llanura del valle del río Hoang-ho (Huixia, Anyang, Gaocheng) y en el valle del Indo (Harappa, Mohenjo-Daro).  En general, fueron todas ciudades todavía muy vinculadas a la agricultura, practicada en los territorios cercanos, con poblaciones reducidas (en torno a los 20.000 habitantes) y planta irregular, salvo las ciudades de la antigua India, como Mohenjo-Daro.







Figura 1 - Mohenjo-Daro, ciudad en el valle del Indo, c. 3000 aC, con planta regular
Figura 2 – Planta hipodámica (en damero) de la ciudad de Mileto, en la Grecia helenística



Posteriormente, el primer gran urbanista del que se tiene noticia, Hipodamos de Mileto (c. 510 aC.-?), un arquitecto griego, durante el periodo helenístico estableció normas revolucionarias para la construcción de las ciudades, como es su ordenamiento a partir de una red ortogonal, formando una cuadrícula casi perfecta.

Pero la primera gran urbe de la historia surgió lejos del Peloponeso y llegó a extender sus dominios por casi todo el mundo conocido: el imperio de Roma.  La gran cantidad de tributos que llegaban desde oriente y occidente, así como una fuerza de trabajo esclava muy numerosa, permitieron un espectacular desarrollo urbano en una ciudad que se estima alcanzó hasta el millón de habitantes, una magnitud enorme para la época.

Una característica que todavía hoy puede advertirse en las ciudades de acuñación romana es su disposición en cuadrícula ortogonal: dos grandes vías la cruzan de parte a parte, el cardo de norte a sur, y el decumano de este a oeste.  Este modelo se basaba en los castrum, campamentos militares, y como se verá, fue aplicado mucho más tarde a muchas de las ciudades fundadas en América.

 

Figura 3 - Plano de una ciudad romana ideal, en damero, basada en los campamentos militares

Figura 4 - Plano de la “bastide” de Montpazier, Francia, siglo XIII



Tras la caída del imperio romano hacia el siglo V las ciudades experimentaron un gran retroceso en Occidente.  Las continuas guerras y la gran inestabilidad configuraron ciudades muy pequeñas, de apenas unos 15.000 habitantes, de marcado carácter agrícola y casi sin edificios públicos.  Se abandonaron los trazados regulares y se optó por plantas más o menos circulares, mucho más fáciles de defender, en cuyo centro se encontraban la plaza principal y los escasos órganos de gobierno.  Un caso particular son las ciudades amuralladas del sudoeste de Francia, con planta regular, llamadas “bastides” (“construcciones recientes”), como la de Montpazier, que surgieron en el sur de Francia en el siglo XIII como desarrollos urbanos concentrados y defensivos, basados en la cuadrícula y amurallados.




              

    Figura 5 – Planta medieval de la antigua ciudad de Zaragoza



La ciudad moderna, en cambio, es el resultado de las poderosas fuerzas centrípetas que desembocaron en la formación de los grandes Estados europeos y las monarquías absolutistas de los siglos XVI y XVII.  Las principales calles de la ciudad se
ensancharon, aparecieron las arboledas, los paseos, las grandes plazas y se intentó ordenar el crecimiento urbano a partir de plantas regulares.  Los edificios públicos y administrativos cobraron gran importancia y empezaron a ser el punto de referencia de la ciudadanía.  La ciudad reflejó la grandeza del Estado y de la monarquía, por lo que se gastaba mucho para embellecerla, y su modelo ejemplar fue Versailles.

Previo a ello, en Italia, cuna del Renacimiento, se propusieron diseños geometrizantes de ciudades ideales basadas en las premisas de Vitruvio que, aunque sólo se siguieron en contadas ocasiones, como Palmanova, dieron origen a una nueva disciplina, la urbanística, y luego al urbanismo.

Con la revolución francesa y la revolución industrial, el mundo cambió radicalmente y la fisonomía de la ciudad también, acorde a los nuevos tiempos; adquirió rasgos industriales y experimentó un gran crecimiento.  El prototipo de esta nueva ciudad es París, con la reforma de Haussmann, que propuso una ciudad ordenada y cómoda (alcantarillas, iluminación, calles anchas y arboladas, etc.).

A medida que fue transcurriendo el siglo XX, las ciudades experimentaron un desarrollo cada vez más vertiginoso.  Se produjo una impresionante explosión demográfica y los avances tecnológicos se sucedieron cada vez con mayor rapidez, configurando un paisaje urbano de una complejidad irreversible e inabarcable.

Hoy, los grandes centros han crecido hasta el punto de haber absorbido los pueblos y ciudades colindantes.  Existen megalópolis enormes, de gran dinamismo, en las que la superficie urbana se extiende por kilómetros y kilómetros; monstruos como las conurbaciones de Tokio y Yokohama, Liverpool y Manchester, Washington y Boston, como también la actual Buenos Aires, que llevan a preguntarse cómo serán las ciudades del futuro, si existirá algún límite a semejante crecimiento, dado por decisión humana o debido a algún factor externo que las haga colapsar y/o desaparecer, tema éste que ha sido motivo de numerosas obras de ficción literaria y también cinematográfica (la expresionista “Metrópolis”, de Fritz Lang, 1927, entre otras muchas, como “El planeta de los simios”, “Waterworld”, etc.).

En los primeros tiempos y hasta pasado el medioevo, una ciudad era específicamente un hecho urbano (6), con distintas extensiones y características según las culturas y las épocas, pero siempre algo diferente y contrapuesto a la naturaleza, al paisaje natural, que estaba fuera de ella.  Había una clara diferenciación entre lo hecho por el hombre y la naturaleza.

De la ciudad se han dado muchas definiciones y se la puede estudiar desde cantidad de ángulos diferentes, pero se toma en este trabajo un enfoque no usado aún: desde la físico-matemática, la Teoría del Caos, intentando aplicarla a la ciudad de Buenos Aires.

Para definir qué es una ciudad se han tomado distintos criterios según las épocas y los historiadores.  Quizá el más notable pensador y crítico de la ciudad en el siglo XX, Lewis Mumford, escribió “una ciudad es la forma y símbolo de una relación social integrada”.

Se ha intentado definir a la ciudad por el número de ciudadanos que la habitan, si es un lugar cerrado y con edificios, y otros criterios más, pero entre los actuales, uno de los que mejor la define es “la ciudad es un ensayo de secesión que hace el hombre para vivir fuera y frente al cosmos tomando de él porciones selectas y acotadas”, hecha por José Ortega y Gasset. (7)  Pero esta afirmación puede mejorarse agregando a ésta lo expresado por Fernando Chuecagoitía (8), que “el hombre separa y conforma esas porciones para vivir, no frente al cosmos sino en una nueva relación con él”.

Pero cuando los asentamientos urbanos se extendieron y se complejizaron aceleradamente a partir de la Revolución Industrial (la “segunda ola” de Alvin Toffler) (9), este límite físico y conceptual cambió; las grandes ciudades fueron creciendo y extendiéndose centrífugamente en suburbios de densidades decrecientes y avanzando sobre el territorio a costa de lo natural, invadiéndolo y alejándolo cada vez más, por lo que ya a principios del siglo XIX se hizo necesario incorporar la naturaleza dentro de las ciudades para recuperar para éstas algo del verde perdido –o muy alejado– y volver a crear ámbitos que vincularan nuevamente al habitante con su medio natural original.

La Revolución Industrial fue el periodo histórico comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, en el que Gran Bretaña primero [y casi toda Europa continental después, sufrieron el mayor conjunto de transformaciones socioeconómicas, tecnológicas y culturales de la historia de la humanidad desde el Neolítico y fue la causa de la industrialización y de la urbanización en gran escala.

Volviendo a los comienzos de la ciudad, los antiguos romanos hacían una diferencia entre urbs y civitas; actualmente ambos términos, ciudad y urbe, se usan casi como sinónimos.

El término latino urbs, del que deriva la palabra "urbe", designa propiamente a la ciudad latina por antonomasia, el hecho físico, el espacio construido o conjunto de edificios, calles e infraestructuras, mientras que la civitas es lo constituido por los ciudadanos que viven en ella, con su propio límite sagrado, y se refiere a la organización humana en la ciudad.

Tampoco se debe confundir la ciudad-urbe con la polis, que designa a una ciudad en sentido amplio, es decir, la villa y el territorio o área metropolitana que le está asociado.  La urbe es fundamentalmente plaza para el encuentro, la conversación, la política, etc., y nace de un instinto opuesto al doméstico: la casa es para estar en ella, y la ciudad para salir de la casa y reunirse con otros que también salieron de la suya.  Esto lleva a encontrar en la historia y en las culturas ciudades predominantemente domésticas y ciudades públicas.

Para la cultura mediterránea, la española, que colonizó gran parte de América del Sur y Central, lo esencial de la tipología de la ciudad es la plaza y lo que ella significa, y éste es el caso de Buenos Aires.  En cambio, EE UU, de origen anglosajón, carece de ciudades como la polis o la civitas mediterráneas, tiene civilizaciones, towns –palabra que proviene del viejo inglés tun, de origen anglosajón, recinto cerrado–, con el prado común en el centro, que es una parte del campo preservada.  La ciudad mediterránea es distinta a la aldea campestre anglosajona inicial, de casas aglomeradas pero sin centro cívico, sin ágora, que se manifestó principalmente en la colonización inglesa.  Mientras que las ciudades fundadas por los españoles en América tenían como centro la plaza y los amanzanamientos cuadrados poseían lotes de medidas generosas, la Nueva York inicial fue subdividida en manzanas de lotes angostos entre calles muy próximas entre sí, para valorizar más a los mismos (preanuncio de su cultura basada en lo económico) y no tenía plaza central como espacio cívico ni verde.  Sólo mucho después, ante la necesidad de tener un equipamiento verde, se le creó el Central Park, como se analiza más adelante en este trabajo.

Pero en todos los casos, aún con muy diferentes orígenes y trazados, una ciudad posee un alma ciudadana, según Oswald Spengler. (10)

Buenos Aires pertenece a la cultura mediterránea, hispánica; la plaza fue su primer elemento fundacional junto con el Fuerte, y cuando ese centro inicial creció descontroladamente debido a la centralización hegemónica que hizo Buenos Aires desde el comienzo por su importancia como puerto de entrada y salida que la vinculaba con la Europa madre, se crearon nuevos subcentros cívicos secundarios, constituidos por plazas barriales que organizan partes de la ciudad.

La ciudad-cuadrícula indoamericana responde al racionalismo griego y a la practicidad romana, y en América los españoles la aplicaron a la colonización.  Esta tipología permite un máximo aprovechamiento del terreno y las calles iguales confieren valor similar a los predios.

La ciudad española colonial concilió la urbe pública latina (con la plaza como centro y espacio abierto) y la ciudad islámica con el hermetismo del harén (basada en la casa con patio).  La ciudad islámica está constituida básicamente por casas, y las calles son estrechos pasadizos entre éstas, o sea que la ciudad se organiza desde la casa hacia la calle.  Buenos Aires conjuga así la plaza, el espacio público y abierto, con la casa, cerrada a la calle y con la vida conformada alrededor del patio.

En la España de los descubridores y colonizadores, influyó mucho la cultura islámica, en la cual la vida doméstica era en torno al patio, y eso está presente desde el comienzo en Buenos Aires en la casa chorizo de origen andaluz, porque de esa región vinieron muchos pobladores y alarifes que las construyeron en los años siguientes a la segunda fundación.

Los elementos que estructuran la ciudad como hecho físico son la casa, la calle, la plaza, los edificios públicos y los límites que la definen.  Los espacios verdes públicos son una parte especial de lo público, y su aparición ocurre en una etapa posterior de la evolución de Buenos Aires, cuando ya la ciudad había crecido tanto a expensas del campo que se hizo necesario crear dentro de ella espacios verdes para solaz y uso común.  Para la ciudad, el campo es un alrededor, algo distante y subordinado.  Además de lo físico, una ciudad consta de seres humanos que la pueblan y, por el uso que hacen de ella, la caracterizan.

La ciudad ha interesado desde hace siglos al hombre (11); en el siglo XX hay excelentes tratados sobre la misma, desde la ya clásica “Histoire de l’urbanisme” de Pierre Lavedan (1941) hasta obras más actuales, parciales, pero igualmente enjundiosas.  Con anterioridad a Lavedan, es fundamental resaltar la obra “La ciudad antigua”, de N. D. Fustel de Coulanges (1864), que por la metodología empleada marcó un hito historiográfico debido a su enfoque global para el estudio de la sociedad grecorromana en su devenir histórico.  No es un libro de urbanismo, pero en él estudia el proceso social de las ciudades teniendo en cuenta las creencias fundamentales y la íntima relación entre creencias e instituciones, de la cual devienen las ciudades.

A fines del siglo XX, algunos de los urbanistas posteriores al Movimiento Moderno, como Henry S. Churchill, en su libro “La ciudad es su población”, dieron sentido actual a lo expuesto por Coulanges, quien explicaba la sucesión de hechos y cambios en la historia, dando sentido a la narración, característica de un verdadero historiador, y está planteada como un incipiente estudio de los sistemas subyacentes a la evolución de todas las ciudades, aunque el concepto de la Teoría de los Sistemas fue recién desarrollado a fines del siglo XX.

Gustave Glotz, en sus obras sobre la antigua Grecia, editadas en 1920 y 1928, agrega a la teoría de Coulanges que “no son la familia, las creencias y las instituciones las únicas fuerzas que actúan en la evolución de las ciudades”, sino que incluye al individuo como un elemento fundamental más.  Esto se relaciona directamente con lo antes dicho, en cuanto que todo paisaje, y particularmente el paisaje de cada ciudad es patrimonio, recurso e indicador de identidad cultural

La ciudad no es independiente de las etapas que pasó durante su evolución, sino que es la actualización de ellas y su proyección hacia el futuro.  Es un ser histórico, una organización física, pero también un conjunto de costumbres, usos, tradiciones y sentimientos humanos, por eso se dice que tiene un alma.  Una de sus cualidades esenciales es su emplazamiento físico, su implantación, su ligazón a la tierra.  Se implanta en el territorio, no se le impone.  Y de ahí deviene su desarrollo posterior, determinado en fuerte medida por el sitio.  Una ciudad muy pocas veces es resultado del desarrollo de una voluntad establecida previamente, de una planificación, sino que ésta la determina sólo en forma fragmentaria.

Una ciudad puede definirse según la cantidad de sus habitantes, pero al respecto hoy una comunidad adquiere esa categoría según criterios sumamente diferentes: 2.000 habitantes para Federico Ratzel (“La razze humane”, Torino, 1909), con población que no se dedica en su mayor parte a la actividad campesina y tiene casas agrupadas; en Dinamarca se considera ciudad a más de 250  habitantes, para Argentina 2.000 habitantes, para los EE UU y otros países, entre 2.500 y 20.000.  Y lo que se llama paisaje urbano varía según estas cantidades de pobladores porque adopta formas en el espacio que son muy diferentes en cada caso.

Las modernas ciudades presentan inicialmente rasgos similares a las antiguas –las del medioevo o anteriores–, sólo que algunos de ellos se debilitan o desaparecen a medida que se van convirtiendo en grandes aglomeraciones (las metrópolis, en la categorización de Lewis Mumford), en las que aparecen los problemas de aprovisionamiento y circulación, como es el drama de la Buenos Aires de hoy.  Se excluyen en este somero análisis las ciudades nuevas, las “new towns” y todas aquellas planificadas “a novo” durante el pasado siglo XX, porque sus rasgos iniciales son por lo general producto de una concepción teórica y súbita en el tablero de dibujo –reemplazado hoy por los ordenadores– a diferencia de las ciudades crecidas paulatina y orgánicamente a lo largo del tiempo según las cambiantes interacciones colectivas de generaciones sucesivas de habitantes.

A pesar de su tamaño o aglomeración, hay ciudades sin alma: las de la revolución industrial, de la era paleotécnica según Mumford, dominadas por la ley de la producción y del beneficio económico.

Desde que apareció la ciudad industrial, las clases acomodadas huyeron de los sectores industriales hacia la periferia campestre en busca de mejores condiciones ambientales, fenómeno que en Buenos Aires continúa actualmente hacia los barrios cerrados, aunque también sucede por razones de procurarse mayor prestigio social y una discutible seguridad.

Un caso especial de imagen y uso de ciudad es el creado por Frank Lloyd Wright, quien en 1932 propuso su “Broadacre City”, como crítica a la civilización industrial y sus grandes ciudades: una ciudad con una muy baja densidad, la cual se podría extender en todas las direcciones.  En ella, sobre una retícula, parcelas unifamiliares cada una de un acre de extensión (4046 m2) se vinculan por medio de vías de comunicación lineales mediante el automóvil.  Esta idea tan teórica se reflejó después en los suburbios, los “country clubs” y los barrios cerrados.







Figura 6 – Plano de Broadacre City, de Frank Lloyd Wright, 1932, ciudad compuesta por lotes unifamiliares de un acre de extensión comunicados por vías de circulación para los automóviles.



Muchas ciudades antiguas fueron bellas por haber crecido orgánica y naturalmente, nacieron de razones vitales.  Luego, el idealismo racionalista acudió a ordenarlas con simetrías varias, como lo hicieron los tratadistas del Renacimiento, después apareció la urbanística en el siglo XVIII del barroco, con la perspectiva y el absolutismo, forzando a la naturaleza pero creando expresiones de grandeza que aún perduran.

El paisaje urbano está íntimamente relacionado con el espacio urbano, que en principio es el que está edificado, aquello que está limitado por una envolvente que contiene a todo lo construido con cierta continuidad y contigüidad.  Esto no es riguroso, salvo en las ciudades medievales, donde la muralla defensiva marcaba muy claramente el límite del espacio urbano; pero hoy este criterio se flexibiliza.  Cuando en Europa renació la seguridad después de las guerras y luchas feudales, las ciudades se asomaron al exterior y desbordaron en suburbios a lo largo de las rutas o caminos que se originaban en ellas, afectando casi siempre una traza estrellada, lo mismo que sucedió en Buenos Aires.

El espacio urbano no es sinónimo de superficie administrativa o de división política; en la actual Buenos Aires, la separación que establece la Av. Grl. Paz es arbitraria, el espacio urbano es una continuidad entre la provincia y la capital.  Espacio urbano y paisaje urbano son dos entidades interdependientes, configurando una trama urbana formada por calles, avenidas, amanzanamientos (regulares o no), plazas, edificios, cursos de agua, espacios verdes y abiertos, etc.

Una ciudad tiene casi siempre puntos nodales, ejes y áreas homogéneas, con lo que las tres categorías existenciales descriptas por Christian Norberg-Schulz son una realidad: punto o foco, eje o recorrido, y área o extensión (12), o sea punto, línea y plano.  En Buenos Aires, inmediatamente vienen a la mente como ejemplos el foco de Plaza de Mayo, el eje de la Avenida de Mayo, el área del barrio de la Boca.  Estos elementos definen para cada ciudad una estructura diferente, porque cada ciudad es producto de su situación geográfica y territorial, de su historia, de su edad y de su población, aunque algunas posean marcadas similitudes.

Los urbanistas clásicos diferencian el origen de una ciudad de cómo se ha formado su planta, su plano en el territorio.  Una ciudad puede haber tenido muy variados orígenes (defensivos, políticos, cultuales, turísticos, etc.), pero su planta, su forma, se configuró por causas posteriores y diferentes, que tienen que ver con la topografía, las rutas comerciales, las migraciones, etc.  Como se verá más adelante, nuevamente esto es como en el caso que nos ocupa: Buenos Aires se fundó con una intención y una traza determinadas, que siguió luego derroteros no congruentes con el plano fundacional.  Si hubiera sido así, el amanzanamiento regular orientado norte-sur y este-oeste se extendería hoy hasta La Plata, Luján, Pilar, etc.

Una ciudad grande determina o caracteriza su región o “hinterland” porque influye fuertemente sobre ella.  Esta palabra proviene del alemán y significa literalmente "tierra posterior" (a una ciudad, un puerto, etc.)  En un sentido más amplio, el término se refiere a la esfera de influencia de un asentamiento, es el área para la cual el asentamiento central es el nexo comercial, y es también conceptualizado como espacio de crecimiento.  Buenos Aires, la “cabeza de Goliat”, como la llamó Ezequiel Martínez Estrada (13), coincide con esta cualidad.  Hinterland es también un concepto de la geopolítica, creada por el geógrafo sueco Rudolf Kjellén en 1900, ciencia que se ocupa de la causalidad espacial de los sucesos políticos y sus efectos futuros basándose en la historia, la geografía y la política, y es perfectamente aplicable a la ciudad de Buenos Aires, que se convirtió en la dominante, primero de su región, y luego de todo el país.

Hay una diferencia entre las ciudades de aparición y crecimiento espontáneo (aunque siempre originadas por algún motivo), y las planificadas con un tipo preestablecido, ya sea éste por tradición o por voluntad expresa de sus fundadores o planificadores.  Pero en todos los casos, el plano urbano resultante es siempre algo dinámico (14), un compromiso, y a veces un conflicto, entre el pasado que sobrevive y la voluntad de innovar.

Entre los problemas de las ciudades grandes, se puede citar la formación de “ghettos” raciales homogéneos dados por el origen migratorio de sus habitantes (inicialmente, el caso de la Boca, hoy el barrio chino en Belgrano), o sociales (las villas miseria, de las cuales algunas son casi ciudades fortificadas dentro de la urbe e impenetrables hasta para la policía).  Los psicólogos y sociólogos hablan también de ciertos ghettos especiales que están fuera de la ciudad, los “ghettos de los ricos”, refiriéndose a ciertas particularidades socioculturales de los barrios privados, o barrios cerrados, en las afueras de Buenos Aires.

Según Chuecagoitía, “lo que caracteriza a la ciudad contemporánea es su desintegración.  Es una ciudad fragmentaria, caótica, dispersa, a la que le falta una identidad propia, tiene áreas congestionadas y zonas diluidas en el campo circundante.  Ni en unas puede darse la vida de relación, por asfixia, ni en otras por descongestión.  El hombre en su jornada diaria sufre estos contradictorios estímulos y él mismo, a semejaza de la ciudad, acaba por encontrarse totalmente desintegrado”. (15)

Y en las ciudades contemporáneas, que desde el siglo XIX crecen sin parar, los ejes radiales, como las dendritas de las células, son los que organizan el crecimiento y avanzan hasta que se conectan con otros núcleos y los absorben, como sucedió en Buenos Aires con los barrios de Flores y Belgrano, hasta que posteriormente este efecto de succión alcanzó a otras poblaciones más lejanas, todavía dentro del ejido capitalino y luego otras, ya en territorio provincial, acoplándolas a la gran mancha de la capital, que hoy tiende sus tentáculos hasta más allá de los 80 km del primitivo centro colonial.  Pero este fenómeno de absorción engloba áreas muy diferentes, y también el paisaje urbano que en ellas se va creando es diferente.

Dice también Chuecagoitía (16): “la ciudad siempre ha sido y será, por su esencia, artísticamente fragmentaria, tumultuosa e inacabada”, concepto que lleva a lo que se trata en la tercera parte de este trabajo.



NOTAS Y REFERENCIAS



(1) Véase Torres Arroyo, José Guillermo - “El devenir del paisaje”, capítulo 1, Buenos Aires, La Palermográfica, 2008, donde se explicitan las diversas categorías de paisajes, entre ellas el paisaje urbano.  El libro de Gordon Cullen “El paisaje urbano – Tratado de estética urbanística” (Barcelona, Blume, 1981) fue uno de los primeros que concedió especial atención al tema del paisaje urbano actual.

(2) El calificativo “natural” no significa aquí aquellos elementos que son exclusivamente producto de una evolución geológica y biológica y no han sido intervenidos nunca por el hombre, sino a todos aquellos que son originalmente producto de la naturaleza, aunque actualmente estén utilizados, dispuestos y a veces modificados por el hombre.  Ya de por sí, hablar de “paisaje urbano” implica intervención humana, porque sólo la especie humana es la que ha creado y desarrollado diversas formas de asentamientos, a los que se denomina urbanos.  Algunas de las especies más evolucionadas de simios se crean ámbitos rudimentarios para protegerse del sol, de la lluvia y otras inclemencias del tiempo; también otras especies como los castores, o algunos insectos (termitas, hormigas, abejas, etc.) construyen hábitat comunitarios altamente organizados que algunos han llamado “ciudades”, pero existe una diferencia sustancial entre cualquiera de ellos y los asentamientos humanos en colectividad, creados por las primeras culturas urbanas desde miles de años atrás.

(3) Véase Torres Arroyo, José Guillermo – “El paisaje, objeto del diseño”, Buenos Aires, Universidad de Palermo, 2003.

(4) Mulieri, Roberto - expositor en las “I Jornadas del Diseño del Paisaje”, Universidad de Palermo, 2003, y en “Seminario Paisaje Crítico. Ordenación del Territorio y Paisaje”, en la Segunda Bienal de Canarias - Arquitectura, Arte y Paisaje”, 2009.

(5) Según los registros históricos, dentro de algunas ciudades medievales europeas había prados comunales y algunas huertas, pero son la excepción (Maximilien Sorre, “Les fondements de la geographie humaine”, Paris, Librairie Armand Colin, 1952).

(6) Los antiguos romanos diferenciaban “urbs” de “civitas”, aludiendo con el primer vocablo a la ciudad, la urbe, en cuanto hecho físico, constructivo, mientras que la civitas, la ciudad, era una palabra relacionada con comunidad autogobernada, con ciudadano, con civilidad, cualidad de habitante, condición de individuo que convivía armoniosamente en comunidad.

(7) Ortega y Gasset, José – “Obras completas”, Editorial Alianza/Revista de Occidente, Madrid, 12 vols., 1946-1983, tomo II.

(8) Chuecagoitía, Fernando – “Breve historia del urbanismo”, Alianza Editorial,  Madrid, 1980.

(9) Toffler  Alvin – “La tercera ola”, Plaza & Janes. S.A. Editores, 1980.

(10) Spengler, Oswald – “La decadencia de Occidente”, 1° edición 1918-1923, 12° edición, Madrid, Espasa-Calpe, 2 tomos, 1976.

(11) San Agustín, en “De civitate Dei”, la Ciudad de Dios; Juan Agustín García, con “La ciudad indiana”, y Rubén Calderón Bouchet, en “La ciudad cristiana”, enfocaron la ciudad como hecho teológico, social, religioso.  Con el correr de los siglos, empezaron a interesar más los temas urbanísticos, o sea del trazado de las ciudades, especialmente durante el tiempo de los teóricos del Renacimiento, hasta que a principios del siglo XX se consolidó la nueva disciplina: el urbanismo, más abarcativo y no solamente referido a la planta de las ciudades.

(12) Estas categorías existenciales fueron desarrolladas por Christian Norberg-Schulz en 1971 en su obra “Existencia, espacio y arquitectura” y aplicadas luego más concretamente a ésta en su libro “El significado en la arquitectura occidental” en 1979, donde describió la historia de la arquitectura de Occidente como una historia de las formas significativas.  En otro trabajo, “El significado existencial del paisaje” (Buenos Aires, Universidad de Palermo, 2004), el autor extendió estos conceptos arquitectónicos de Norberg-Schulz al paisaje, que por desenvolverse esencial y necesariamente en el tiempo, por devenir en el tiempo, agrega la cuarta dimensión, según Einstein.  Esta cuarta dimensión es también significativa, y para el autor es la vida misma.  Todo paisaje hace referencia y cobra su verdadero significado en la vida, en el sentido fenomenológico que expresara Martín Heidegger.

(13)  Dice así Martínez Estrada: “Extendida junto al Río de la Plata, Buenos Aires tiene de todo.  Es una ciudad enorme, siempre cambiante, donde hay rascacielos al mejor estilo Manhattan, barrios copiados de París y centros comerciales con aires norteamericanos.  En medio de esta mezcla de estilos arquitectónicos vive la inconfundible Buenos Aires.  La del tango, las mujeres llamativas, los colectivos multicolores, los ríos de taxis, los antiguos almacenes y conventillos y la pasión desbordante del fútbol, la pizza, la trasnoche o la política”.

(14) Ilya Prigogine, destacado científico belga, refiriéndose al universo físico, en su libro “El fin de las certidumbres”, dice: “En todos los niveles, la física y las otras ciencias confirman nuestra experiencia de la temporalidad: vivimos en un universo en evolución”.  Esta afirmación es plenamente aplicable a los hechos sociales, como la ciudad.

(15) Chuecagoitía, Fernando – op. cit.

(16) Chuecagoitía, Fernando – op. cit.


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