El arquitecto José Guillermo Torres Arroyo nació en Mendoza, estudió arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, donde luego fue profesor de Diseño y de Historia de la Arquitectura. Comenzamos a continuación la publicación de este libro inédito, que consideramos un maravilloso aporte a nuestro blog. Nuestro agradecimiento más sentido a la generosidad del autor.
EL PAISAJE
URBANO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
José Guillermo Torres Arroyo
A MANERA DE JUSTIFICACIÓN
Este nuevo trabajo,
escrito tras varios anteriores específicos sobre el paisaje, es el resultado de
una convicción que fue creciendo a medida de que observé que el tradicional
paisaje, principalmente obra de la naturaleza, va siendo invadido y reemplazado
por otra categoría: el paisaje antrópico en su subcategoría urbana, y en muchos casos, simplemente
está contaminado y destruido.
Las ciudades, como la Buenos
Aires en que vivimos, y en las que vive un porcentaje creciente de seres
humanos en el planeta, son un entorno cada vez más dominante en nuestra vida.
Con una formación
inicial como arquitecto y años en esa profesión, llegué, por esas vueltas de la
vida, a encontrarme con lo que realmente deseaba y era mi vocación: la tierra,
las plantas, el hombre y el paisaje.
Haciendo una
interpretación de corte psicoanalítico, he dicho en otra publicación que así
encontré el destino que mi apellido me había marcado o preanunciado: reunir las
Torres de la arquitectura con el Arroyo de los paisajes.
Y por eso, este escrito
nació porque ya no me bastó teorizar solamente sobre el paisaje, sino que la
ciudad se me impuso como una entidad paisajística en la cual todos sus
habitantes estamos, por así decirlo, forzosamente destinados a vivir.
Y Buenos Aires es,
evidentemente, una ciudad con una historia propia y especial como paisaje
urbano, nacida con un futuro casi obligado por sus condicionantes iniciales,
asunto que desarrollo en la primera parte de esta obra.
Integrar ciudad y
paisaje es el desafío de este trabajo, pero además he incorporado en él una atrevida visión, diferente a
las usuales, que consiste en reunir la historia habitual con un enfoque
físico-matemático, dado por la Teoría de las Estructuras Disipativas, o Teoría
del Caos.
El resultado final de
esta conjunción queda a consideración de los lectores y abierto a la discusión.
Un punto que deseo
destacar es que se ha hecho costumbre en los trabajos de diverso tipo referirse
siempre, o casi, a autores y publicaciones anteriores para fundar la propia,
informando autor, obra, lugar y fecha de la edición, página, renglón, etc. de
la cita. Esta modalidad, sin la cual
parece que un autor no es capaz de pensar por sí mismo y tener opinión fundada
y criterio propio, hace recordar al antiguo criterio de autoridad (magister dixit), pero sabemos que ese es
el último argumento de valor para juzgar un trabajo.
En el que a
continuación se desarrolla, expreso mis juicios basados en lo leído y
estudiado, en la experiencia de lo visto y realizado y en mi criterio personal,
fruto de años de profesionalidad, fundando en ello mis aseveraciones. Cuando acudo a citas, son a modo de
ampliación de un tema o como información y no de autoridad. Las cito porque a veces coinciden con mi
pensamiento, y en otras por lo contrario.
En las Notas y
Referencias he desarrollado más ampliamente algunos temas no incluidos en el
texto principal, con el objeto de no hacer a éste demasiado extenso, porque
colocar estos comentarios intercalados en el texto, haría que se pierda la
ilación del discurso.
PRIMERA PARTE –
PAISAJE Y CIUDAD
1. CONCEPTOS BÁSICOS
Este trabajo
trata del paisaje urbano de la ciudad de Buenos Aires: sus orígenes, sus
características, cómo las mismas han ido evolucionando a lo largo de más de 430
años, y por último y principalmente, qué leyes, si las hay, han regido esta
evolución, aplicando para ello la teoría fisicomatemática del caos.
Cada paisaje es el resultado integral de
procesos físicos, ecológicos, naturales y culturales; deviene en el tiempo y
también es un patrimonio, un recurso y
un indicador de cada identidad cultural.
Y hay continuamente una unidad entre ciudad y paisaje urbano.
El paisaje urbano en particular (1), es una
categoría de paisaje antropizado que resulta de una combinación de elementos naturales
y artificiales, en la que el componente natural (2) son los espacios verdes
–parques, plazas, arbolado de alineamiento urbano y a veces también los
jardines particulares–, mientras que la arquitectura y los diferentes elementos
de equipamiento urbano, vial y de servicios son el componente artificial, obra
del hombre. En
un escrito anterior (3) he dicho que “la arquitectura es el hard del entorno,
aquello que es inmutable o casi”, mientras que “en contraposición a la arquitectura, el paisaje es... el soft del
entorno”, lo que cambia, aquello que deviene constantemente, y que ambos
elementos forman el entorno del ser humano y denotan su cultura.
Hoy, a estas definiciones, que ya son
clásicas pero resultan incompletas, se agrega el elemento humano, porque es el
hombre, el perceptor, quien convierte al neutro territorio existente en un
paisaje. Por eso, el paisajista argentino
Roberto Mulieri (4) asevera que “no hay paisaje si no hay
un observador que lo perciba”.
El cambio, la evolución histórica de los
diversos paisajes urbanos, tiene como actor fundamental al hombre.
La historia de las ciudades, y por lo tanto de sus
paisajes, demuestra que no siempre ha existido dentro de ellas el “material
verde”, las plantas, como un componente importante. Muchas ciudades antiguas, y las medievales,
por ejemplo, debido a su reducida superficie y a su ceñido perímetro por
razones defensivas, no tenían casi árboles dentro de
sus recintos; salvo algunos pequeños huertos domésticos, los cultivos estaban
fuera, cerca de las murallas, y poco más allá se encontraba el paisaje
natural de la región, poco alterado o no intervenido aún por el hombre. (5)
El modelo urbano apareció durante
la revolución neolítica. Una vez que las poblaciones, antes trashumantes,
formaron los primeros asentamientos urbanos y se descubrió la agricultura, el
excedente de producción permitió desarrollar profesiones no directamente
relacionadas con la obtención de alimentos, como la artesanía, el comercio o la
administración y los servicios.
Sin pretender hacer en este trabajo una historia de las ciudades y
del urbanismo, se mencionan las primeras civilizaciones urbanas que surgieron
hacia el 3000 aC. en diversos lugares de África y Asia: en los valles del
Tigris y el Éufrates (Ur, Uruk), en el valle del Nilo (Menfis, Gizeh,
Tebas, Abydos), en la llanura del valle del río Hoang-ho
(Huixia, Anyang, Gaocheng) y en el valle del Indo (Harappa,
Mohenjo-Daro).
En general, fueron todas ciudades todavía muy vinculadas a la
agricultura, practicada en los territorios cercanos, con poblaciones reducidas
(en torno a los 20.000 habitantes) y planta irregular, salvo las ciudades de la
antigua India, como Mohenjo-Daro.
Figura 2 – Planta hipodámica (en damero) de la ciudad de Mileto, en la Grecia helenística
Posteriormente,
el primer gran urbanista del que se tiene noticia, Hipodamos de Mileto (c.
510 aC.-?), un arquitecto griego, durante el periodo helenístico estableció
normas revolucionarias para la construcción de las ciudades, como es su
ordenamiento a partir de una red ortogonal, formando una cuadrícula casi
perfecta.
Pero la primera gran urbe de la historia
surgió lejos del Peloponeso y llegó a extender sus dominios por casi todo el
mundo conocido: el imperio de Roma. La
gran cantidad de tributos que llegaban desde oriente y occidente, así como una
fuerza de trabajo esclava muy numerosa, permitieron un espectacular desarrollo
urbano en una ciudad que se estima alcanzó hasta el millón de habitantes, una
magnitud enorme para la época.
Una característica que todavía hoy puede
advertirse en las ciudades de acuñación romana es su disposición en cuadrícula
ortogonal: dos grandes vías la cruzan de parte a parte, el cardo de
norte a sur, y el decumano de este a oeste. Este modelo se basaba en los castrum,
campamentos militares, y como se verá, fue aplicado mucho más tarde a muchas de
las ciudades fundadas en América.
Figura 3 - Plano de una
ciudad romana ideal, en damero, basada en los campamentos militares
Figura 4 - Plano de la “bastide”
de Montpazier, Francia, siglo XIII
Tras la caída del imperio romano hacia el
siglo V las ciudades experimentaron un gran retroceso en Occidente. Las continuas guerras y la gran inestabilidad
configuraron ciudades muy pequeñas, de apenas unos 15.000 habitantes, de
marcado carácter agrícola y casi sin edificios públicos. Se abandonaron los trazados regulares y se
optó por plantas más o menos circulares, mucho más fáciles de defender, en cuyo
centro se encontraban la plaza principal y los escasos órganos de gobierno. Un caso
particular son las ciudades amuralladas del sudoeste de Francia, con planta
regular, llamadas “bastides” (“construcciones recientes”), como la de Montpazier, que surgieron en el sur de Francia en el siglo XIII como desarrollos
urbanos concentrados y defensivos, basados en la cuadrícula y amurallados.
Figura 5 – Planta medieval de la antigua
ciudad de Zaragoza
La ciudad moderna, en cambio, es el
resultado de las poderosas fuerzas centrípetas que desembocaron en la formación
de los grandes Estados europeos y las monarquías absolutistas de los siglos XVI
y XVII. Las principales calles de la
ciudad se
ensancharon, aparecieron las arboledas, los paseos, las grandes plazas y se intentó ordenar el crecimiento urbano a partir de plantas regulares. Los edificios públicos y administrativos cobraron gran importancia y empezaron a ser el punto de referencia de la ciudadanía. La ciudad reflejó la grandeza del Estado y de la monarquía, por lo que se gastaba mucho para embellecerla, y su modelo ejemplar fue Versailles.
ensancharon, aparecieron las arboledas, los paseos, las grandes plazas y se intentó ordenar el crecimiento urbano a partir de plantas regulares. Los edificios públicos y administrativos cobraron gran importancia y empezaron a ser el punto de referencia de la ciudadanía. La ciudad reflejó la grandeza del Estado y de la monarquía, por lo que se gastaba mucho para embellecerla, y su modelo ejemplar fue Versailles.
Previo a ello, en Italia, cuna del
Renacimiento, se propusieron diseños geometrizantes de ciudades ideales basadas
en las premisas de Vitruvio que, aunque sólo se siguieron en contadas
ocasiones, como Palmanova, dieron origen a una nueva disciplina, la urbanística, y luego al urbanismo.
Con la revolución francesa y la revolución
industrial, el mundo cambió radicalmente y la fisonomía de la ciudad también,
acorde a los nuevos tiempos; adquirió rasgos industriales y experimentó un gran
crecimiento. El prototipo de esta nueva
ciudad es París, con la reforma de Haussmann,
que propuso una ciudad ordenada y cómoda (alcantarillas, iluminación, calles
anchas y arboladas, etc.).
A medida que fue transcurriendo el siglo
XX, las ciudades experimentaron un desarrollo cada vez más vertiginoso. Se produjo una impresionante explosión
demográfica y los avances tecnológicos se sucedieron cada vez con mayor
rapidez, configurando un paisaje urbano de una complejidad irreversible e
inabarcable.
Hoy, los grandes centros han crecido hasta
el punto de haber absorbido los pueblos y ciudades colindantes. Existen megalópolis enormes, de gran
dinamismo, en las que la superficie urbana se extiende por kilómetros y
kilómetros; monstruos como las conurbaciones de Tokio y Yokohama, Liverpool y Manchester, Washington y Boston, como también la actual Buenos Aires, que llevan a preguntarse
cómo serán las ciudades del futuro, si existirá algún límite a semejante
crecimiento, dado por decisión humana o debido a algún factor externo que las
haga colapsar y/o desaparecer, tema éste que ha sido motivo de numerosas obras
de ficción literaria y también cinematográfica (la expresionista “Metrópolis”,
de Fritz Lang, 1927, entre otras muchas, como “El planeta de los
simios”, “Waterworld”, etc.).
En los primeros tiempos y hasta pasado el
medioevo, una ciudad era específicamente
un hecho urbano (6), con distintas extensiones y
características según las culturas y las épocas, pero siempre algo diferente y contrapuesto a la naturaleza, al paisaje natural, que
estaba fuera de ella. Había una clara
diferenciación entre lo hecho por el hombre y la naturaleza.
De la ciudad se han
dado muchas definiciones y se la puede estudiar desde cantidad de ángulos
diferentes, pero se toma en este trabajo un enfoque no usado aún: desde la
físico-matemática, la Teoría del Caos,
intentando aplicarla a la ciudad de Buenos Aires.
Para definir qué es
una ciudad se han tomado distintos criterios según las épocas y los
historiadores. Quizá el más notable
pensador y crítico de la ciudad en el siglo XX, Lewis Mumford, escribió “una
ciudad es la forma y símbolo de una relación social integrada”.
Se ha intentado
definir a la ciudad por el número de ciudadanos que la habitan, si es un lugar
cerrado y con edificios, y otros criterios más, pero entre los actuales, uno de
los que mejor la define es “la ciudad es un ensayo de secesión que hace el
hombre para vivir fuera y frente al cosmos tomando de él porciones selectas y
acotadas”, hecha por José Ortega y Gasset. (7) Pero esta afirmación puede mejorarse agregando a ésta lo expresado
por Fernando Chuecagoitía (8), que “el hombre
separa y conforma esas porciones para vivir, no frente al cosmos sino en una
nueva relación con él”.
Pero cuando los asentamientos urbanos se
extendieron y se complejizaron aceleradamente a partir de la Revolución
Industrial (la “segunda ola” de Alvin Toffler)
(9),
este límite físico y conceptual cambió; las grandes ciudades fueron creciendo y extendiéndose
centrífugamente en suburbios de densidades
decrecientes y avanzando sobre el territorio a costa de lo natural, invadiéndolo y alejándolo cada vez más, por lo que
ya a principios del siglo XIX se hizo necesario incorporar la naturaleza dentro
de las ciudades para recuperar para éstas algo del verde perdido –o muy
alejado– y volver a crear ámbitos que vincularan nuevamente al habitante
con su medio natural original.
La Revolución Industrial fue el periodo
histórico comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del
XIX, en el que Gran Bretaña primero [y
casi toda Europa continental después, sufrieron el mayor conjunto de
transformaciones socioeconómicas, tecnológicas y culturales de la historia de
la humanidad desde el Neolítico y fue la causa de la industrialización y de la
urbanización en gran escala.
Volviendo a los
comienzos de la ciudad, los antiguos romanos hacían una diferencia entre urbs y civitas; actualmente ambos términos, ciudad y urbe, se usan casi
como sinónimos.
El término latino urbs,
del que deriva la palabra "urbe", designa propiamente a la ciudad
latina por antonomasia, el hecho físico, el espacio construido o conjunto de
edificios, calles e infraestructuras, mientras que la civitas es lo
constituido por los ciudadanos que viven en ella, con su propio límite sagrado,
y se refiere a la organización humana en la ciudad.
Tampoco se debe
confundir la ciudad-urbe con la polis,
que designa a una ciudad en sentido amplio, es decir, la villa y el territorio
o área metropolitana que le está asociado.
La urbe es fundamentalmente plaza para el encuentro, la conversación, la
política, etc., y nace de un instinto opuesto al doméstico: la casa es para estar
en ella, y la ciudad para salir de la casa y reunirse con otros que también
salieron de la suya. Esto lleva a
encontrar en la historia y en las culturas ciudades predominantemente
domésticas y ciudades públicas.
Para la cultura
mediterránea, la española, que colonizó gran parte de América del Sur y
Central, lo esencial de la tipología de la ciudad es la plaza y lo que ella
significa, y éste es el caso de Buenos Aires.
En cambio, EE UU, de origen
anglosajón, carece de ciudades como la polis o la civitas mediterráneas, tiene
civilizaciones, towns –palabra que proviene del viejo inglés tun,
de origen anglosajón, recinto cerrado–, con el prado común en el centro, que es
una parte del campo preservada. La
ciudad mediterránea es distinta a la aldea campestre anglosajona inicial, de
casas aglomeradas pero sin centro cívico, sin ágora, que se manifestó
principalmente en la colonización inglesa.
Mientras que las ciudades fundadas por los españoles en América tenían
como centro la plaza y los amanzanamientos cuadrados poseían lotes de medidas
generosas, la Nueva York inicial fue subdividida en manzanas de lotes
angostos entre calles muy próximas entre sí, para valorizar más a los mismos
(preanuncio de su cultura basada en lo económico) y no tenía plaza central como
espacio cívico ni verde. Sólo mucho
después, ante la necesidad de tener un equipamiento verde, se le creó el Central
Park, como se analiza más adelante en este trabajo.
Pero en todos los
casos, aún con muy diferentes orígenes y trazados, una ciudad posee un alma
ciudadana, según Oswald Spengler. (10)
Buenos Aires
pertenece a la cultura mediterránea, hispánica; la plaza fue su primer elemento
fundacional junto con el Fuerte, y cuando ese centro inicial creció
descontroladamente debido a la centralización hegemónica que hizo Buenos Aires
desde el comienzo por su importancia como puerto de entrada y salida que la
vinculaba con la Europa madre, se crearon nuevos subcentros cívicos
secundarios, constituidos por plazas barriales que organizan partes de la ciudad.
La ciudad-cuadrícula
indoamericana responde al racionalismo griego y a la practicidad romana, y en
América los españoles la aplicaron a la colonización. Esta tipología permite un máximo
aprovechamiento del terreno y las calles iguales confieren valor similar a los
predios.
La ciudad española
colonial concilió la urbe pública latina (con la plaza como centro y espacio
abierto) y la ciudad islámica con el hermetismo del harén (basada en la casa
con patio). La ciudad islámica está
constituida básicamente por casas, y las calles son estrechos pasadizos entre
éstas, o sea que la ciudad se organiza desde la casa hacia la calle. Buenos Aires conjuga así la plaza, el espacio
público y abierto, con la casa, cerrada a la calle y con la vida conformada
alrededor del patio.
En la España de los
descubridores y colonizadores, influyó mucho la cultura islámica, en la cual la
vida doméstica era en torno al patio, y eso está presente desde el comienzo en
Buenos Aires en la casa chorizo de origen andaluz, porque de esa región
vinieron muchos pobladores y alarifes que las construyeron en los años
siguientes a la segunda fundación.
Los elementos que
estructuran la ciudad como hecho físico son la casa, la calle, la plaza, los
edificios públicos y los límites que la definen. Los espacios verdes públicos son una parte
especial de lo público, y su aparición ocurre en una etapa posterior de la
evolución de Buenos Aires, cuando ya la ciudad había crecido tanto a expensas
del campo que se hizo necesario crear dentro de ella espacios verdes para solaz
y uso común. Para la ciudad, el campo es
un alrededor, algo distante y subordinado.
Además de lo físico, una ciudad consta de seres humanos que la pueblan
y, por el uso que hacen de ella, la caracterizan.
La ciudad ha interesado desde hace siglos
al hombre (11); en el siglo XX hay excelentes tratados sobre la misma,
desde la ya clásica “Histoire de
l’urbanisme” de Pierre Lavedan
(1941) hasta obras más actuales, parciales, pero igualmente enjundiosas. Con anterioridad a Lavedan, es fundamental
resaltar la obra “La ciudad antigua”, de N. D. Fustel de Coulanges
(1864), que por la metodología empleada marcó un hito historiográfico debido a
su enfoque global para el estudio de la sociedad grecorromana en su devenir
histórico. No es un libro de urbanismo,
pero en él estudia el proceso social de las ciudades teniendo en cuenta las
creencias fundamentales y la íntima relación entre creencias e instituciones,
de la cual devienen las ciudades.
A fines del siglo XX, algunos de los
urbanistas posteriores al Movimiento Moderno, como Henry S. Churchill,
en su libro “La ciudad es su población”, dieron sentido actual a lo
expuesto por Coulanges, quien explicaba la sucesión de hechos y cambios en la
historia, dando sentido a la narración, característica de un verdadero
historiador, y está planteada como un incipiente estudio de los sistemas
subyacentes a la evolución de todas las ciudades, aunque el concepto de la
Teoría de los Sistemas fue recién desarrollado a fines del siglo XX.
Gustave Glotz, en sus obras sobre
la antigua Grecia, editadas en 1920 y 1928, agrega a la teoría de Coulanges que
“no son la familia, las creencias y las instituciones las únicas fuerzas que
actúan en la evolución de las ciudades”, sino que incluye al individuo como
un elemento fundamental más. Esto se
relaciona directamente con lo antes dicho, en cuanto que todo paisaje, y
particularmente el paisaje de cada ciudad es patrimonio, recurso e indicador de
identidad cultural
La ciudad no es
independiente de las etapas que pasó durante su evolución, sino que es la
actualización de ellas y su proyección hacia el futuro. Es un ser histórico, una organización física,
pero también un conjunto de costumbres, usos, tradiciones y sentimientos
humanos, por eso se dice que tiene un alma. Una de sus cualidades esenciales es su
emplazamiento físico, su implantación, su ligazón a la tierra. Se implanta en el territorio, no se le
impone. Y de ahí deviene su desarrollo
posterior, determinado en fuerte medida por el sitio. Una ciudad muy pocas veces es resultado del
desarrollo de una voluntad establecida previamente, de una planificación, sino
que ésta la determina sólo en forma fragmentaria.
Una ciudad puede definirse según la
cantidad de sus habitantes, pero al respecto hoy una comunidad adquiere esa
categoría según criterios sumamente diferentes: 2.000 habitantes para Federico Ratzel
(“La razze humane”, Torino, 1909), con población que no se dedica en su
mayor parte a la actividad campesina y tiene casas agrupadas; en Dinamarca se considera ciudad a más de
250 habitantes, para Argentina 2.000 habitantes, para los EE UU y otros países, entre 2.500 y
20.000. Y lo que se llama paisaje urbano
varía según estas cantidades de pobladores porque adopta formas en el espacio
que son muy diferentes en cada caso.
Las modernas ciudades presentan
inicialmente rasgos similares a las antiguas –las del medioevo o anteriores–,
sólo que algunos de ellos se debilitan o desaparecen a medida que se van
convirtiendo en grandes aglomeraciones (las metrópolis, en la categorización de
Lewis Mumford), en las que aparecen
los problemas de aprovisionamiento y circulación, como es el drama de la Buenos
Aires de hoy. Se excluyen en este somero
análisis las ciudades nuevas, las “new towns” y todas aquellas planificadas “a
novo” durante el pasado siglo XX, porque sus rasgos iniciales son por lo
general producto de una concepción teórica y súbita en el tablero de dibujo
–reemplazado hoy por los ordenadores– a diferencia de las ciudades crecidas
paulatina y orgánicamente a lo largo del tiempo según las cambiantes
interacciones colectivas de generaciones sucesivas de habitantes.
A pesar de su tamaño
o aglomeración, hay ciudades sin alma: las de la revolución industrial, de la
era paleotécnica según Mumford, dominadas por la ley de la producción y del
beneficio económico.
Desde que apareció
la ciudad industrial, las clases acomodadas huyeron de los sectores
industriales hacia la periferia campestre en busca de mejores condiciones
ambientales, fenómeno que en Buenos Aires continúa actualmente hacia los
barrios cerrados, aunque también sucede por razones de procurarse mayor
prestigio social y una discutible seguridad.
Un caso especial de
imagen y uso de ciudad es el creado por Frank Lloyd Wright, quien en
1932 propuso su “Broadacre City”, como crítica a la civilización industrial y
sus grandes ciudades: una ciudad con una muy baja densidad, la cual se podría extender
en todas las direcciones. En ella, sobre
una retícula, parcelas unifamiliares cada una de un acre de extensión (4046 m2)
se vinculan por medio de vías de comunicación lineales mediante el
automóvil. Esta idea tan teórica se
reflejó después en los suburbios, los “country clubs” y los barrios cerrados.
Figura 6 – Plano
de Broadacre City, de Frank Lloyd Wright, 1932, ciudad compuesta por lotes
unifamiliares de un acre de extensión comunicados por vías de circulación para
los automóviles.
Muchas ciudades
antiguas fueron bellas por haber crecido orgánica y naturalmente, nacieron de
razones vitales. Luego, el idealismo racionalista
acudió a ordenarlas con simetrías varias, como lo hicieron los tratadistas del
Renacimiento, después apareció la urbanística en el siglo XVIII del barroco,
con la perspectiva y el absolutismo, forzando a la naturaleza pero creando
expresiones de grandeza que aún perduran.
El paisaje
urbano está íntimamente relacionado con el espacio urbano, que en principio es el que está edificado, aquello
que está limitado por una envolvente que contiene a todo lo construido con
cierta continuidad y contigüidad. Esto
no es riguroso, salvo en las ciudades medievales, donde la muralla defensiva
marcaba muy claramente el límite del espacio urbano; pero hoy este criterio se
flexibiliza. Cuando en Europa renació la
seguridad después de las guerras y luchas feudales, las ciudades se asomaron al
exterior y desbordaron en suburbios a lo largo de las rutas o caminos que se
originaban en ellas, afectando casi siempre una traza estrellada, lo mismo que
sucedió en Buenos Aires.
El espacio urbano no es sinónimo de
superficie administrativa o de división política; en la actual Buenos Aires, la
separación que establece la Av. Grl. Paz es arbitraria, el espacio urbano es
una continuidad entre la provincia y la capital. Espacio urbano y paisaje urbano son dos
entidades interdependientes, configurando una trama urbana formada por calles,
avenidas, amanzanamientos (regulares o no), plazas, edificios, cursos de agua,
espacios verdes y abiertos, etc.
Una ciudad tiene casi siempre puntos
nodales, ejes y áreas homogéneas, con lo que las tres categorías existenciales
descriptas por Christian Norberg-Schulz
son una realidad: punto o foco, eje o recorrido, y área o extensión (12), o sea punto, línea y plano. En Buenos Aires, inmediatamente vienen a la
mente como ejemplos el foco de Plaza de Mayo, el eje de la
Avenida de Mayo, el área del barrio de la Boca. Estos elementos definen para cada ciudad una
estructura diferente, porque cada ciudad es producto de su situación geográfica
y territorial, de su historia, de su edad y de su población, aunque algunas
posean marcadas similitudes.
Los urbanistas clásicos diferencian el origen de una ciudad de cómo se ha
formado su planta, su plano en el
territorio. Una ciudad puede haber
tenido muy variados orígenes (defensivos, políticos, cultuales, turísticos,
etc.), pero su planta, su forma, se configuró por causas posteriores y
diferentes, que tienen que ver con la topografía, las rutas comerciales, las
migraciones, etc. Como se verá más
adelante, nuevamente esto es como en el caso que nos ocupa: Buenos Aires se
fundó con una intención y una traza determinadas, que siguió luego derroteros
no congruentes con el plano fundacional.
Si hubiera sido así, el amanzanamiento regular orientado norte-sur y
este-oeste se extendería hoy hasta La
Plata, Luján, Pilar, etc.
Una ciudad grande determina o caracteriza
su región o “hinterland” porque influye fuertemente sobre ella. Esta
palabra proviene del alemán y significa literalmente "tierra
posterior" (a una ciudad, un puerto, etc.)
En un sentido más amplio, el término se refiere a la esfera de
influencia de un asentamiento, es el área para la cual el asentamiento central
es el nexo comercial, y es también conceptualizado como espacio de
crecimiento. Buenos
Aires, la “cabeza de Goliat”, como la llamó Ezequiel Martínez Estrada (13), coincide con esta cualidad.
Hinterland es también un concepto de la geopolítica, creada por el
geógrafo sueco Rudolf Kjellén en 1900, ciencia que se ocupa de la
causalidad espacial de los sucesos políticos y sus efectos futuros basándose en
la historia, la geografía y la política, y es perfectamente aplicable a la
ciudad de Buenos Aires, que se convirtió en la dominante, primero de su región,
y luego de todo el país.
Hay una diferencia entre las ciudades de
aparición y crecimiento espontáneo (aunque siempre originadas por algún
motivo), y las planificadas con un tipo preestablecido, ya sea éste por
tradición o por voluntad expresa de sus fundadores o planificadores. Pero en todos los casos, el plano urbano
resultante es siempre algo dinámico (14), un compromiso, y a veces un conflicto, entre el pasado que
sobrevive y la voluntad de innovar.
Entre los problemas de las ciudades
grandes, se puede citar la formación de “ghettos” raciales homogéneos dados por
el origen migratorio de sus habitantes (inicialmente, el caso de la Boca, hoy el barrio chino en Belgrano),
o sociales (las villas miseria, de las cuales algunas son casi ciudades
fortificadas dentro de la urbe e impenetrables hasta para la policía). Los psicólogos y sociólogos hablan también de
ciertos ghettos especiales que están fuera de la ciudad, los “ghettos de los
ricos”, refiriéndose a ciertas particularidades socioculturales de los barrios
privados, o barrios cerrados, en las afueras de Buenos Aires.
Según Chuecagoitía,
“lo que caracteriza a la ciudad contemporánea es su desintegración. Es una ciudad fragmentaria, caótica,
dispersa, a la que le falta una identidad
propia, tiene áreas congestionadas y zonas diluidas en el campo
circundante. Ni en unas puede darse la
vida de relación, por asfixia, ni en otras por descongestión. El hombre en su jornada diaria sufre estos
contradictorios estímulos y él mismo, a semejaza de la ciudad, acaba por
encontrarse totalmente desintegrado”. (15)
Y en las ciudades contemporáneas, que
desde el siglo XIX crecen sin parar, los ejes radiales, como las dendritas de
las células, son los que organizan el crecimiento y avanzan hasta que se
conectan con otros núcleos y los absorben, como sucedió en Buenos Aires con los
barrios de Flores y Belgrano, hasta que posteriormente este
efecto de succión alcanzó a otras poblaciones más lejanas, todavía dentro del ejido capitalino y luego otras, ya en
territorio provincial, acoplándolas a la gran mancha de la capital, que hoy
tiende sus tentáculos hasta más allá de los 80 km del primitivo centro
colonial. Pero este fenómeno de
absorción engloba áreas muy diferentes, y también el paisaje urbano que en
ellas se va creando es diferente.
Dice también Chuecagoitía
(16): “la ciudad
siempre ha sido y será, por su esencia, artísticamente fragmentaria, tumultuosa
e inacabada”, concepto que lleva a lo que se trata en la tercera parte de
este trabajo.
NOTAS Y REFERENCIAS
(1) Véase Torres Arroyo, José Guillermo - “El devenir del paisaje”, capítulo 1,
Buenos Aires, La Palermográfica, 2008, donde se explicitan las diversas
categorías de paisajes, entre ellas el paisaje urbano. El libro de Gordon Cullen “El paisaje
urbano – Tratado de estética urbanística” (Barcelona, Blume, 1981) fue uno
de los primeros que concedió especial atención al tema del paisaje urbano
actual.
(2) El calificativo
“natural” no significa aquí aquellos elementos que son exclusivamente producto
de una evolución geológica y biológica y no han sido intervenidos nunca por el
hombre, sino a todos aquellos que son originalmente producto de la naturaleza,
aunque actualmente estén utilizados, dispuestos y a veces modificados por el
hombre. Ya de por sí, hablar de “paisaje
urbano” implica intervención humana, porque sólo la especie humana es la que ha
creado y desarrollado diversas formas de asentamientos, a los que se denomina
urbanos. Algunas de las especies más
evolucionadas de simios se crean ámbitos rudimentarios para protegerse del sol,
de la lluvia y otras inclemencias del tiempo; también otras especies como los
castores, o algunos insectos (termitas, hormigas, abejas, etc.) construyen
hábitat comunitarios altamente organizados que algunos han llamado “ciudades”,
pero existe una diferencia sustancial entre cualquiera de ellos y los
asentamientos humanos en colectividad, creados por las primeras culturas
urbanas desde miles de años atrás.
(3) Véase Torres Arroyo, José Guillermo – “El paisaje, objeto del diseño”, Buenos
Aires, Universidad de Palermo, 2003.
(4) Mulieri,
Roberto - expositor en las “I Jornadas del Diseño del Paisaje”,
Universidad de Palermo, 2003, y en “Seminario Paisaje Crítico. Ordenación
del Territorio y Paisaje”, en la Segunda Bienal de Canarias -
Arquitectura, Arte y Paisaje”, 2009.
(5) Según los
registros históricos, dentro de algunas ciudades medievales europeas había
prados comunales y algunas huertas, pero son la excepción (Maximilien Sorre, “Les fondements de la geographie humaine”, Paris, Librairie Armand
Colin, 1952).
(6) Los antiguos
romanos diferenciaban “urbs” de “civitas”, aludiendo con el primer vocablo a la
ciudad, la urbe, en cuanto hecho
físico, constructivo, mientras que la civitas, la ciudad, era una palabra relacionada con comunidad autogobernada,
con ciudadano, con civilidad, cualidad de habitante, condición de individuo que
convivía armoniosamente en comunidad.
(7) Ortega y Gasset, José – “Obras completas”, Editorial
Alianza/Revista de Occidente, Madrid, 12 vols., 1946-1983, tomo II.
(8)
Chuecagoitía, Fernando – “Breve historia del
urbanismo”, Alianza Editorial,
Madrid, 1980.
(9) Toffler Alvin – “La tercera ola”, Plaza
& Janes. S.A. Editores, 1980.
(10) Spengler,
Oswald – “La decadencia de Occidente”, 1° edición 1918-1923, 12°
edición, Madrid, Espasa-Calpe, 2 tomos, 1976.
(11) San Agustín, en
“De civitate Dei”, la Ciudad de Dios;
Juan Agustín García, con “La
ciudad indiana”, y Rubén Calderón Bouchet, en “La ciudad cristiana”, enfocaron la ciudad como hecho teológico,
social, religioso. Con el correr de los
siglos, empezaron a interesar más los temas urbanísticos, o sea del trazado de
las ciudades, especialmente durante el tiempo de los teóricos del Renacimiento,
hasta que a principios del siglo XX se consolidó la nueva disciplina: el
urbanismo, más abarcativo y no solamente referido a la planta de las ciudades.
(12) Estas categorías existenciales
fueron desarrolladas por Christian Norberg-Schulz
en 1971 en su obra “Existencia, espacio y
arquitectura” y aplicadas luego más concretamente a ésta en su libro “El significado en la arquitectura
occidental” en 1979, donde describió la historia de la arquitectura de
Occidente como una historia de las formas significativas. En otro trabajo, “El significado existencial del paisaje” (Buenos Aires, Universidad
de Palermo, 2004), el autor extendió estos conceptos arquitectónicos de Norberg-Schulz
al paisaje, que por desenvolverse esencial y necesariamente en el tiempo, por devenir en el tiempo, agrega la cuarta
dimensión, según Einstein. Esta cuarta
dimensión es también significativa, y para el autor es la vida misma. Todo paisaje
hace referencia y cobra su verdadero significado en la vida, en el sentido
fenomenológico que expresara Martín Heidegger.
(13) Dice así Martínez
Estrada: “Extendida junto al Río de
la Plata, Buenos Aires tiene de todo. Es
una ciudad enorme, siempre cambiante, donde hay rascacielos al mejor estilo
Manhattan, barrios copiados de París y centros comerciales con aires
norteamericanos. En medio de esta mezcla
de estilos arquitectónicos vive la inconfundible Buenos Aires. La del tango, las mujeres llamativas, los
colectivos multicolores, los ríos de taxis, los antiguos almacenes y
conventillos y la pasión desbordante del fútbol, la pizza, la trasnoche o la
política”.
(14) Ilya Prigogine, destacado científico belga,
refiriéndose al universo físico, en su libro “El fin de las certidumbres”, dice: “En todos los niveles, la física y las otras ciencias confirman
nuestra experiencia de la temporalidad: vivimos en un universo en evolución”. Esta afirmación es plenamente aplicable a los
hechos sociales, como la ciudad.
(15) Chuecagoitía, Fernando – op. cit.
(16) Chuecagoitía, Fernando – op. cit.
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