El arquitecto José Guillermo Torres Arroyo nació en Mendoza, estudió arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, donde luego fue profesor de Diseño y de Historia de la Arquitectura. Comenzamos a continuación la publicación de este libro inédito, que consideramos un maravilloso aporte a nuestro blog. Nuestro agradecimiento más sentido a la generosidad del autor.
EL PAISAJE
URBANO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
José Guillermo Torres Arroyo
A MANERA DE JUSTIFICACIÓN
Este nuevo trabajo,
escrito tras varios anteriores específicos sobre el paisaje, es el resultado de
una convicción que fue creciendo a medida de que observé que el tradicional
paisaje, principalmente obra de la naturaleza, va siendo invadido y reemplazado
por otra categoría: el paisaje antrópico en su subcategoría urbana, y en muchos casos, simplemente
está contaminado y destruido.
Las ciudades, como la Buenos
Aires en que vivimos, y en las que vive un porcentaje creciente de seres
humanos en el planeta, son un entorno cada vez más dominante en nuestra vida.
Con una formación
inicial como arquitecto y años en esa profesión, llegué, por esas vueltas de la
vida, a encontrarme con lo que realmente deseaba y era mi vocación: la tierra,
las plantas, el hombre y el paisaje.
Haciendo una
interpretación de corte psicoanalítico, he dicho en otra publicación que así
encontré el destino que mi apellido me había marcado o preanunciado: reunir las
Torres de la arquitectura con el Arroyo de los paisajes.
Y por eso, este escrito
nació porque ya no me bastó teorizar solamente sobre el paisaje, sino que la
ciudad se me impuso como una entidad paisajística en la cual todos sus
habitantes estamos, por así decirlo, forzosamente destinados a vivir.
Y Buenos Aires es,
evidentemente, una ciudad con una historia propia y especial como paisaje
urbano, nacida con un futuro casi obligado por sus condicionantes iniciales,
asunto que desarrollo en la primera parte de esta obra.
Integrar ciudad y
paisaje es el desafío de este trabajo, pero además he incorporado en él una atrevida visión, diferente a
las usuales, que consiste en reunir la historia habitual con un enfoque
físico-matemático, dado por la Teoría de las Estructuras Disipativas, o Teoría
del Caos.
El resultado final de
esta conjunción queda a consideración de los lectores y abierto a la discusión.
Un punto que deseo
destacar es que se ha hecho costumbre en los trabajos de diverso tipo referirse
siempre, o casi, a autores y publicaciones anteriores para fundar la propia,
informando autor, obra, lugar y fecha de la edición, página, renglón, etc. de
la cita. Esta modalidad, sin la cual
parece que un autor no es capaz de pensar por sí mismo y tener opinión fundada
y criterio propio, hace recordar al antiguo criterio de autoridad (magister dixit), pero sabemos que ese es
el último argumento de valor para juzgar un trabajo.
En el que a
continuación se desarrolla, expreso mis juicios basados en lo leído y
estudiado, en la experiencia de lo visto y realizado y en mi criterio personal,
fruto de años de profesionalidad, fundando en ello mis aseveraciones. Cuando acudo a citas, son a modo de
ampliación de un tema o como información y no de autoridad. Las cito porque a veces coinciden con mi
pensamiento, y en otras por lo contrario.
En las Notas y
Referencias he desarrollado más ampliamente algunos temas no incluidos en el
texto principal, con el objeto de no hacer a éste demasiado extenso, porque
colocar estos comentarios intercalados en el texto, haría que se pierda la
ilación del discurso.
Y ahora, vamos al
asunto.
|
José Guillermo Torres Arroyo |
PRIMERA PARTE –
PAISAJE Y CIUDAD
1. CONCEPTOS BÁSICOS
Este trabajo
trata del paisaje urbano de la ciudad de Buenos Aires: sus orígenes, sus
características, cómo las mismas han ido evolucionando a lo largo de más de 430
años, y por último y principalmente, qué leyes, si las hay, han regido esta
evolución, aplicando para ello la teoría fisicomatemática del caos.
Cada paisaje es el resultado integral de
procesos físicos, ecológicos, naturales y culturales; deviene en el tiempo y
también es un patrimonio, un recurso y
un indicador de cada identidad cultural.
Y hay continuamente una unidad entre ciudad y paisaje urbano.
El paisaje urbano en particular (1), es una
categoría de paisaje antropizado que resulta de una combinación de elementos naturales
y artificiales, en la que el componente natural (2) son los espacios verdes
–parques, plazas, arbolado de alineamiento urbano y a veces también los
jardines particulares–, mientras que la arquitectura y los diferentes elementos
de equipamiento urbano, vial y de servicios son el componente artificial, obra
del hombre. En
un escrito anterior (3) he dicho que “la arquitectura es el hard del entorno,
aquello que es inmutable o casi”, mientras que “en contraposición a la arquitectura, el paisaje es... el soft del
entorno”, lo que cambia, aquello que deviene constantemente, y que ambos
elementos forman el entorno del ser humano y denotan su cultura.
Hoy, a estas definiciones, que ya son
clásicas pero resultan incompletas, se agrega el elemento humano, porque es el
hombre, el perceptor, quien convierte al neutro territorio existente en un
paisaje. Por eso, el paisajista argentino
Roberto Mulieri (4) asevera que “no hay paisaje si no hay
un observador que lo perciba”.
El cambio, la evolución histórica de los
diversos paisajes urbanos, tiene como actor fundamental al hombre.
La historia de las ciudades, y por lo tanto de sus
paisajes, demuestra que no siempre ha existido dentro de ellas el “material
verde”, las plantas, como un componente importante. Muchas ciudades antiguas, y las medievales,
por ejemplo, debido a su reducida superficie y a su ceñido perímetro por
razones defensivas, no tenían casi árboles dentro de
sus recintos; salvo algunos pequeños huertos domésticos, los cultivos estaban
fuera, cerca de las murallas, y poco más allá se encontraba el paisaje
natural de la región, poco alterado o no intervenido aún por el hombre. (5)
El modelo urbano apareció durante
la revolución neolítica. Una vez que las poblaciones, antes trashumantes,
formaron los primeros asentamientos urbanos y se descubrió la agricultura, el
excedente de producción permitió desarrollar profesiones no directamente
relacionadas con la obtención de alimentos, como la artesanía, el comercio o la
administración y los servicios.
Sin pretender hacer en este trabajo una historia de las ciudades y
del urbanismo, se mencionan las primeras civilizaciones urbanas que surgieron
hacia el 3000 aC. en diversos lugares de África y Asia: en los valles del
Tigris y el Éufrates (Ur, Uruk), en el valle del Nilo (Menfis, Gizeh,
Tebas, Abydos), en la llanura del valle del río Hoang-ho
(Huixia, Anyang, Gaocheng) y en el valle del Indo (Harappa,
Mohenjo-Daro).
En general, fueron todas ciudades todavía muy vinculadas a la
agricultura, practicada en los territorios cercanos, con poblaciones reducidas
(en torno a los 20.000 habitantes) y planta irregular, salvo las ciudades de la
antigua India, como Mohenjo-Daro.
Figura 1 - Mohenjo-Daro,
ciudad en el valle del Indo, c. 3000 aC, con planta regular
Figura 2 – Planta
hipodámica (en damero) de la ciudad de Mileto, en la Grecia helenística
Posteriormente,
el primer gran urbanista del que se tiene noticia, Hipodamos de Mileto (c.
510 aC.-?), un arquitecto griego, durante el periodo helenístico estableció
normas revolucionarias para la construcción de las ciudades, como es su
ordenamiento a partir de una red ortogonal, formando una cuadrícula casi
perfecta.
Pero la primera gran urbe de la historia
surgió lejos del Peloponeso y llegó a extender sus dominios por casi todo el
mundo conocido: el imperio de Roma. La
gran cantidad de tributos que llegaban desde oriente y occidente, así como una
fuerza de trabajo esclava muy numerosa, permitieron un espectacular desarrollo
urbano en una ciudad que se estima alcanzó hasta el millón de habitantes, una
magnitud enorme para la época.
Una característica que todavía hoy puede
advertirse en las ciudades de acuñación romana es su disposición en cuadrícula
ortogonal: dos grandes vías la cruzan de parte a parte, el cardo de
norte a sur, y el decumano de este a oeste. Este modelo se basaba en los castrum,
campamentos militares, y como se verá, fue aplicado mucho más tarde a muchas de
las ciudades fundadas en América.
Figura 3 - Plano de una
ciudad romana ideal, en damero, basada en los campamentos militares
Figura 4 - Plano de la “bastide”
de Montpazier, Francia, siglo XIII
Tras la caída del imperio romano hacia el
siglo V las ciudades experimentaron un gran retroceso en Occidente. Las continuas guerras y la gran inestabilidad
configuraron ciudades muy pequeñas, de apenas unos 15.000 habitantes, de
marcado carácter agrícola y casi sin edificios públicos. Se abandonaron los trazados regulares y se
optó por plantas más o menos circulares, mucho más fáciles de defender, en cuyo
centro se encontraban la plaza principal y los escasos órganos de gobierno. Un caso
particular son las ciudades amuralladas del sudoeste de Francia, con planta
regular, llamadas “bastides” (“construcciones recientes”), como la de Montpazier, que surgieron en el sur de Francia en el siglo XIII como desarrollos
urbanos concentrados y defensivos, basados en la cuadrícula y amurallados.
Figura 5 – Planta medieval de la antigua
ciudad de Zaragoza
La ciudad moderna, en cambio, es el
resultado de las poderosas fuerzas centrípetas que desembocaron en la formación
de los grandes Estados europeos y las monarquías absolutistas de los siglos XVI
y XVII. Las principales calles de la
ciudad se